La revolución islámica (1977-1989)

                En este texto me voy a centrar en la revolución y la organización del nuevo régimen en el periodo 1979-1989. El artículo me ha quedado un poco largo, pero espero aún así que sea ameno y fácil de entender.

Aunque la prensa lo haya podido pintar como un régimen monolítico e inflexible, lo cierto es que dentro de la República hay numerosas facciones e instituciones enfrentadas que rivalizan por el poder político. Desde los primeros meses tras la revolución, la política exterior ha sido un elemento fundamental de la política interna iraní y la lucha entre facciones. No es posible comprender las turbulentas relaciones entre el país persa y Estados Unidos sin tener en cuenta las particularidades del sistema iraní.

Especial «Acuerdo nuclear»
I – Relaciones Irán-Occidente, 1800-1953
II – Relaciones Irán-Occidente, 1953-1979
III – La Revolución Islámica, 1979-1989
IV – Irán después de Jomeini, 1989-1997
V – Los gobiernos de Jatami, 1997-2005
Bonus: Las relaciones no tan secretas entre EEUU y Jomeini


La revolución islámica (1977-1979)

                Las revoluciones, ya sean liberales, comunistas o islámicas, suelen funcionar de forma parecida. Se desarrollan en dos grandes fases, una primera en la que diversos grupos opositores se coordinan y movilizan a las distintas clases sociales para derribar el régimen existente; y una fase final en la que esos grupos se disputan el poder. El resultado, si la revolución es exitosa, no es otra cosa que un Estado mucho más fuerte, aunque su control haya cambiado de manos. Los ganadores de la revolución no son necesariamente los que la iniciaron, ni los que ocupan el gobierno provisional, sino los que han sabido inmovilizar los antiguos instrumentos del poder y monopolizar las nuevas instituciones revolucionarias. Así sucedió en Francia, en Rusia y también en Irán.

                Pocos se imaginaban en 1977 que dos años más tarde Irán experimentaría una revolución (recordemos que Carter se refería a Irán como una “isla de estabilidad en una región turbulenta”), y mucho menos que se habría convertido en una teocracia. La mayoría de los observadores y académicos occidentales consideraban que los clérigos chiíes eran cada vez menos importantes, y pensaban que en dos o tres generaciones su influencia en la sociedad sería nimia. El futuro era de los jóvenes de clase media. Y esos jóvenes, se suponía, pasaban de los ayatollahs y querían pizza, salir de fiesta y, algunos de ellos, los más activos, la revolución. Un exultante Peter Avery (historiador británico) escribía en 1965:

 Los nuevos embalses [parte de la Revolución Blanca] se han convertido en resorts para jóvenes hombres y mujeres que se entretienen hacienda ski acuático y muestran en cada uno de sus gestos una libertad absoluta respecto a los dictados y restricciones de los viejos códigos. La Victoria del modernismo está más asegurada que nunca.
Avery, Modern Iran, Londres, 1965, p. 506. La traducción es mía

                El bueno de Avery no podía haber estado más equivocado. Estos jóvenes que disfrutaban sin las restricciones del pasado fueron uno de los principales actores de la revolución que encumbraría a Jomeini. Quizá el ski acuático no estuviera al alcance de toda la juventud, o tal vez no fuera suficiente para convencerles de que el gobierno del shah era lo mejor para su país. Recordemos, además, que durante los años 60 y 70 había surgido un fuente sentimiento antiamericano entre los intelectuales iraníes, muy inspirados por los éxitos de la revolución cubana y Vietnam del norte.

IMG_0086.JPGMezquita chií de Hamburgo, lugar habitual de reunión de opositores al shah en los años 70. La foto es mía.

                El único espacio en el que los iraníes podían hablar libremente de política e ideologías eran las universidades extranjeras. Dado que la infraestructura educativa de Irán era bastante deficiente, el número de plazas universitarias era muy reducido y no satisfacía la creciente demanda laboral, por lo que muchos jóvenes, financiados por el gobierno o por sus padres, finalizaron su educación formal en universidades europeas (sobre todo francesas y alemanas) y estadounidenses. Gran parte de ellos militaba en alguna de las numerosas asociaciones de estudiantes, a menudo ligadas a partidos y grupos iraníes, ya fueran islamistas, marxista-leninistas, maoístas, etcétera. Durante los años 70 fueron famosas las movilizaciones de estudiantes iraníes en el exterior. Tanto Al-e Ahmad como Shariati, del que os hablé en la anterior entrega, así como muchísimos otros personajes de relieve de la época, habían estudiado fuera.

                Teniendo todo esto en cuenta, se entiende el carácter anti-americano de la revolución, incluso se puede comprender que se reivindicase el islam como seña de identidad frente a un régimen laico y pro-occidental. En todo caso, es difícil de entender de primeras que una revolución iniciada por la juventud y la clase media, por muy anti-imperialista que fuera, se convirtiese en un régimen teocrático con el clero chií ocupando los principales puestos de poder. Para poder comprender el desarrollo de la revolución, hay que tener en cuenta la estructura social de Irán en los años 70.

                Lo cierto es que la clase media “moderna” (es decir, profesionales liberales, maestros, ingenieros, funcionarios del Estado) apenas representaba un 15% de la población total, mientras que la clase media “tradicional” (comerciantes, clérigos, pequeños propietarios) suponía poco más de un 10%. Esta reducida clase media, la que tenía el tiempo y los medios para involucrarse en política, estaba además tremendamente fragmentada ideológicamente. La mayoría de partidos políticos clandestinos, desde el comunista Tudeh hasta el liberal y laico Frente Nacional, pasando por el islamista y anti-clerical Movimiento de Liberación, reclutaba a sus miembros de entre este reducido y acomodado 25% de la población.

                Irán era un país con una crisis social latente. En las ciudades grandes se apiñaban millares de inmigrantes rurales y desempleados que no recibían asistencia alguna por parte del Estado, y que acudían a las mezquitas de barrio en busca de consuelo material y espiritual. El clero chií, recordemos, era económicamente independiente, y pudo dar alimento y techo a centenares de personas sin rendir cuentas al Estado. El régimen, centrado en reprimir a los partidos y organizaciones de clase media, apenas prestó atención a los barrios pobres del sur de Tehrán, de donde surgiría la masa de manifestantes que acabó derribando el régimen.

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Dos ancianas en el patio de su casa en el sur de Teherán, donde se concentraba la masa d inmigrantes rurales que buscaban una vida mejor en las ciudades.  Tehran. (Fotografía de Kaveh Kazemi/Getty Images, 1980)

                La mayoría de los historiadores piensa que el detonante de la revolución fue el relajamiento de la represión política que el shah inició en 1977. Algunos dicen que se lo pidió el presidente Carter, preocupado por las flagrantes violaciones de los Derechos Humanos del régimen de los Pahlavi. Otros minimizan la importancia de Carter y aseguran que el shah preparaba una sucesión pacífica para su hijo, dado que estaba enfermo de cáncer. Esta segunda explicación parece más plausible. Recordemos que, durante las mismas fechas y unos 5.000 km al oeste, la España franquista se reconvertía más o menos pacíficamente en una monarquía parlamentaria. No obstante, el shah había desatendido los programas de ayuda social, y los iraníes estaban muchísimo más cabreados y hambrientos que los españoles.

                Los primeros en manifestarse pacíficamente contra el régimen fueron los profesionales de clase media (abogados, médicos, ingenieros), a los que pronto se unieron los estudiantes y los precarios partidos políticos, y poco después los estudiantes religiosos. Dado que el shah había invertido en armamento pesado en lugar de material antidisturbios, se vio obligado a dispersar las manifestaciones a balazos. Esto no hizo sino complicar las cosas. Los clérigos salieron a las calles liderando a las masas de pobres descontentos, la pequeña burguesía comercial (el bazar) cerró sus tiendas durante semanas como muestra de solidaridad, y los funcionarios del Estado abandonaron su trabajo. Finalmente, se unió a la revolución el escaso proletariado (en el sentido “puro” de la palabra), que trabajaba sobre todo en la industria petrolera, de enorme importancia estratégica. El ejército, desmoralizado, se declaró neutral, y los grupos armados que se habían formado a principios de los 70, los Fedaian (marxistas-leninistas) y los Moyahedin (socialistas islámicos) tuvieron su momento de gloria derrotando a la guardia monárquica y asaltando las armerías el 11 de febrero del 79. En apenas un año y medio un implacable régimen se derrumbó como un castillo de arena.

                Si bien la revolución no la iniciaron los clérigos, ellos eran los que aglutinaban tras de sí a mayor parte de la sociedad. Jomeini, que llevaba en el exilio desde el 63, era un ídolo de masas. Sus discursos en Nayaf (santuario chií en Irak) eran distribuidos clandestinamente en citas de casette a una velocidad asombrosa. Su retórica cautivaba a todos, desde conservadoras amas de casa hasta jóvenes estudiantes revolucionarios e izquierdistas. Si bien es cierto que el ayatollah llevaba años denunciando la monarquía, su creciente popularidad al inicio de las manifestaciones hizo que el Shah pidiese a Sadam Hussein que expulsase al ayatollah de su país. Craso error, pues Jomeini se refugió en París asistido por una veintena de jóvenes activistas que preparaban y traducían sus discursos, convirtiéndose así en el líder simbólico de la revolución. Si habéis visto o leído la saga Los Juegos del Hambre, Jomeini era algo así como la protagonista de la trilogía, Katniss, el símbolo de la revolución, una eficaz arma propagandística al servicio de los opositores. La diferencia era que Jomeini no era una ingenua adolescente, sino un veterano ayatollah más listo que el hambre. Los jóvenes agitadores (muchos de ellos parte del Movimiento de Liberación) pensaron que podrían utilizar a Jomeini para dar impulso a su revolución, pero al final fueron ellos los que acabaron siendo usados por el septuagenario clérigo.

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Jomeini encabezando la oración durante su estancia en París. El segundo por la izquierda es el actual presidente de Irán, Hasan Rohaní. Fuente, Reddit

                El 1 de febrero de 1979 Jomeini aterrizó en Tehran, siendo recibido por millones de personas. Poco después nombró un gobierno provisional encabezado por Mehdi Bazargán, un respetado ingeniero, líder del Movimiento de Liberación. Un par de semanas después el Shah abandonaba el país. Bazargán y su partido, al que también perteneció Shariatí, fueron el objeto de mi tesina de fin de máster, así que podría contar millones de cosas sobre ellos. Servirá decir que Bazargán era un buen tipo aunque no tenía mucho carisma, que pecó de ingenuo al confiar en las buenas intenciones de Jomeini y los demás partidos y que su partido era pequeño y estaba internamente dividido. Como afirmé en el párrafo inicial, las revoluciones suelen reforzar el poder del Estado. Los que proponen reducir el poder y el tamaño de ese estado, ya sean anarquistas o liberales como Bazargán, no suelen salir bien parados.

                Mientras Bazargán y compañía intentaban hacerse con el control de las desmoralizadas instituciones del Estado (administración, judicatura, policía), Jomeini se iba distanciando de ellos y estrechaba lazos con un grupo afín de clérigos y seguidores, que formarían a los pocos meses de su llegada el Partido de la República Islámica. El PRI (ojo, no confundir con el grupo mexicano) avocaba, entre otras cosas, por instaurar en el nuevo régimen una doctrina llamada velayat-e faqih. Hagamos una breve pausa para explicar qué es eso.

El Gobierno del Jurista

               Velayat-e faqih podría traducirse más o menos como Tutela o Gobierno del Jurista. El concepto no lo inventó Jomeini, aunque él es sin duda su máximo exponente. Jomeini escribió “Gobierno Islámico” en 1971. El modelo que propone está parcialmente inspirado en la “República” de Platón. Jomeini, como Platón, concibe una sociedad donde los filósofos, austeros, eruditos, y desprovistos de ambiciones materiales, son los gobernantes. En su versión, los filósofos son los intérpretes de la ley islámica. Esta ley, otorgada por Dios, deberá aplicarse hasta el final de los tiempos. Aunque a lo largo de la historia los clérigos chiíes jamás detentaron ningún poder, esta idea basa su legitimidad en el legado del califa Alí y sus sucesores. Tras la «ocultación» del duodécimo Imán (ya hablaremos de ello), los clérigos y jueces chiíes se convirtieron en sus teóricos representantes en la tierra.

                Si queréis saber más, os recomiendo mirar su Gobierno Islámico,  en especial la tercera sección del libro, “la forma de gobierno islámico”. El texto completo en español puede encontrarse en este enlace. La palabra clave del texto es “ley”. Sustituid faqih (interpreté de la ley islámica, juez) y fuqaha (jueces) por sus equivalentes en español, y todo tendrá muchísimo más sentido. La ley y el orden están de moda en todas partes y en todas épocas. La cuestión siempre es qué ley, y quién puede interpretar esa ley.

                En 1978 y 79, la mayoría de la oposición organizada, incluidos los comunistas, apoyaron el liderazgo simbólico de Jomeini. No se dieron cuenta que estaban apoyando a un tipo que había anunciado 8 años antes su intención de convertirse en el “Líder Supremo” de Irán. Al igual que los académicos occidentales, los opositores al shah pensaron que la religión era cosa del pasado y que tarde o temprano ellos se harían con el poder. El Movimiento de Liberación, único partido que estaba en posición de influir en las nuevas instituciones, subestimó al hombre que tenía enfrente. La facción de Jomeini consiguió liderar la asamblea constituyente y diseñar una constitución muy influida por el Gobierno Islámico.

                Es necesario mencionar que los velayatis o jomeinistas no representaban a todos los clérigos, y de hecho la suya era una posición minoritaria. Por un lado, había una sección conservadora y quietista que consideraba que la religión no debía mezclarse con la política, encabezada por el marya (escalafón superior del chiísmo) Shariatmadari. De igual modo, existían ayatollahs progresistas como Taleqani o en menor medida Mutahhari que defendían un orden democrático y parlamentario sin la tutela de un grupo de juristas islámicos.

La caída del gobierno provisional

                Al gobierno provisional de Bazargán, únicamente legitimado por la designación de Jomeini, se le asignó la tarea de organizar un referéndum sobre la forma de gobierno. La pregunta era “República Islámica sí o no”. Bazargán intentó cambiar la denominación a República Democrática Islámica, pero Jomeini se negó. Mientras tanto, Irán se sumía en el caos. El gobierno de Bazargán fue incapaz de controlar efectivamente a la policía o el ejército, a la vez que se sucedían en Irán las detenciones espontáneas y las ejecuciones sumarias, ordenadas por juntas revolucionarias que no obedecían al gobierno. Milicias improvisadas se dedicaron a imponer la moralidad que a ellos les parecía conveniente, a la vez que luchaban contra los que no compartían sus ideales. Merece la pena leer la entrevista de Oriana Fallaci a Bazargán en el New York Times, que podéis encontrar aquí, solo para entender el caos al que hizo frente el gobierno provisional.

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Bani-Sadr (izquierda), Bazargán (centro) y Jomeini. La cara de Bazargán lo dice todo. Fuente, Fouman.com

                Poco a poco, el PRI fue haciéndose con el control de las nuevas instituciones revolucionarias, tanto del grupo paramilitar conocido como los Guardias Revolucionarios (Pasdarán) o los tribunales que condenaban a muerte a “colaboradores” con el Shah y elementos sospechosos en general. Al mismo tiempo, consiguieron mayoría en la Asamblea de Expertos que iba a preparar la nueva Constitución. El Movimiento de Liberación y las fuerzas de izquierdas solo eran populares en las ciudades, y el sistema diseñado por Bazargán daba ventaja a los distritos rurales (cabe señalar que el 40% de la población de Irán seguía ocupada en el sector agrícola). Y es que Bazargán se empeñaba en jugar limpio cuando todos los demás jugaban sucio. Por ejemplo, el Tudeh, partido comunista iraní, estableció una alianza táctica con el PRI con el objetivo de desgastar a Bazargán. Parece estúpido en retrospectiva, pero es que los comunistas pensaban que un gobierno clerical no duraría y que finalmente las masas entenderían que eran ellos los destinados a liderar el país. El tiempo se encargó de mostrarles lo equivocados que estaban (en 1982 su partido fue ilegalizado y su cúpula arrestada).

                La constitución, aprobada por referéndum, establecía un sistema de contrapesos bastante extraños a ojos de un europeo. El parlamento unicameral estaría encargado de aprobar leyes. El presidente de la república sería elegido en elecciones libres, y formaría un gobierno (con Primer Ministro) con el beneplácito de parlamento. Al mismo tiempo, una institución jurídico-eclesiástica denominada Consejo Guardián se encargaría de asegurarse de que la legislación estaba de acuerdo con su interpretación de la ley islámica, y de comprobar que los candidatos a la presidencia y el congreso cumpliesen con unos requisitos determinados. El Consejo Guardián estaría elegido por la Asamblea de Expertos que se encargó de redactar la constitución. Sobre todo ello, un Líder Supremo, que sería el jurista más versado, respetado y sabio (es decir, Jomeini) se aseguraría de que las distintas partes integrasen un todo armonioso y funcional, así como de designar a ciertos miembros del Consejo Guardián. Es decir, una democracia muy restringida y tutelada por Jomeini y otros clérigos afines.

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Esquema del funcionamiento interno de la república. Fuente: Ervand Abrahamian, A History of Modern Iran, Cambridge, 2008, p. 165.

                El golpe final al gobierno de Bazargán fue la toma de la embajada americana por un grupo de estudiantes afines al PRI. Recordemos una vez más que la opinión pública iraní era bastante anti-americana. Por el contrario, el gobierno provisional había decidido ser pragmático y buscar el entendimiento con los yanquis. Su falta de compromiso con la causa anti-imperialista fue determinante en su caída. Jomeini se negó a condenar el secuestro, comunistas y velayatis acusaron a Bazargán de ser una marioneta de los americanos, el Movimiento de Liberación se dividió aún más, y ante la incapacidad de arreglar la situación el veterano ingeniero decidió dimitir del gobierno. El secuestro duraría más de un año.

                Tras la dimisión de Bazargán se prepararon las primeras elecciones democráticas para presidente y congreso. El primer presidente electo fue Abolhasán Bani-Sadr, un economista educado en la Sorbona, amigo de Shariatí e hijo de un ayatollah compañero de Jomeini. En el parlamento tuvo mayoría el PRI, que dificultó bastante la labor ejecutiva de Bani-Sadr. Mientras tanto, centenares de iraníes abandonaban el país asustados por la intensificación de la violencia, las instituciones revolucionarias seguían haciendo de las suyas (es decir, ejecutando y acosando a los no-afines) y continuaba el secuestro de la embajada americana. Se avecinaban elecciones en EEUU y Carter llevaba las de perder frente a Ronald Reagan, que abogaba por la mano dura frente a los revolucionarios.

Invasión iraquí y consolidación de la República Islámica (1980-1988)

                En septiembre de 1980, Sadam Hussein decidió invadir Irán. Contaba con el apoyo de EEUU y la Unión Soviética, algo que parecería excepcional si no fuera porque Jomeini había jurado destruir ambos, y los locos barbudos islámicos eran percibidos como una seria amenaza para la estabilidad de Oriente Medio. El shah, como ya conté, había invertido ingentes sumas de dinero en armamento pesado de última generación, sin embargo faltaban piezas de recambio y municiones, y las potencias se negaron a suministrarlas. La guerra, uno de los conflictos bélicos más largos del siglo XX, no solo devastó Irán sino que además permitió a los jomeinistas asegurarse el control sobre su país.

                La primera víctima política fue Bani-Sadr, destituido por Jomeini con la excusa de no ser competente para dirigir el país durante la guerra. Meses antes, un grupo armado islamista-marxista denominado Moyahedin-e Jalq (Luchadores del pueblo) había iniciado una campaña de ataques terroristas contra el PRI y las instituciones del nuevo régimen, matando a varios miembros del parlamento y al Primer Ministro Rajai. Los Moyahedin, que durante la guerra decidieron apoyar a Sadam Hussein, fueron también el pretexto perfecto para intensificar la represión. La lucha contra el enemigo, tanto interno como externo, hacía precisos ciertos sacrificios, de forma que se restringió la libertad de asociación y la de prensa.

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Mujer colaborando en la defensa de Jorramchar, ciudad iraní del Golfo Pérsico. Fuente, Fouman.com

                Si no entendéis cómo un pueblo que había colapsado las calles pudo permitir que sus libertades volviesen a ser recortadas, recordad que estábamos en pleno conflicto bélico, algo que no sucedía en Irán desde la segunda guerra mundial. Cuando las bombas caen en la calle de al lado y matan a tus vecinos, el orden de prioridades se altera. La guerra sirvió para consolidar enormemente el nuevo régimen. A los mártires de la revolución se les sumaron los mártires de la guerra contra el invasor. Y en 1982, cuando contra todo pronóstico los iraníes habían conseguido hacer retroceder a las tropas iraquíes, Jomeini decidió continuar la guerra. “Hasta Jerusalén pasando por Bagdad”, proclamó, e inició la conquista de Irak. La operación fue un fracaso, la táctica de “marea humana” fue bastante ineficaz, el conflicto se alargó durante seis años más y murieron millares de personas. El esperado apoyo de los chiíes iraquíes no se produjo. Y es que las divisiones sectarias no son tan importantes como la identidad nacional o el lenguaje, por mucho que la prensa se empeñe en mostrar lo contario. A pesar de que los chiíes iraquíes eran oprimidos y discriminados por el régimen de Hussein, la mayoría de ellos apoyó a sus compatriotas árabes frente a los invasores persas.

                En 1988, ante la incapacidad de resolver el conflicto por la vía armada, Irán e Iraq firmaron un acuerdo de paz. Quizá desde el punto de vista geopolítico la estrategia de Jomeini parece absurda (perder cientos de miles de vidas para arrancar un acuerdo al que se podía haber llegado en 1982, cuando las tropas iraquíes se retiraron de Irán), pero sin duda desde una perspectiva interna fue todo un éxito. Toda la energía y el entusiasmo heredados de la revolución se canalizaron en una guerra en las fronteras, alejada de los centros de poder. La población en edad de protestar se consumió en las trincheras y no se opuso a los progresivos recortes de libertades. Las restricciones se justificaron mediante la lógica de guerra (debemos permanecer unidos, ganar la guerra es más importante que las libertades democráticas, etc), y la República Islámica pudo consolidar sus mecanismos e instituciones. Una vez eliminada o marginalizada la oposición al PRI, este se dividió en varias facciones y partidos. Sin embargo, no hablaremos en detalle de ellos hasta la próxima entrega.

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El elevado numero de bajas causado por las tácticas de «marea humana» hizo que la edad de reclutamiento fuera cada vez más temprana. Una generación entera creció bajo el trauma de la guerra.  Fuente, Fouman.com

                Jomeini murió en 1989. Tras su muerte, la República Islámica se adaptaría a los nuevos tiempos. La sucesión como «Líder Supremo» fue controvertida, pero no quiero adelantar acontecimientos. El próximo artículo cubrirá el periodo entre 1989 y la actualidad. Hasta entonces.

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